19 mar 2018

TENTATIVA DE ROBO EN SAN VALENTÍN





Por Pedro Aristizabal



Reynaldo Moreira nació en Santiago del Estero, hace 41 años. Hijo de Amalia y Jorge, tuvo una infancia marcada a fuego por la pobreza. A los 6 años falleció su padre y a los 16, en plena década menemista, viajó a Buenos Aires en busca de una oportunidad y pudo conseguir trabajo en la construcción.

Comenzó a aprender el oficio de albañil. Logró tener una vivienda precaria en Ciudad Oculta, en el barrio de Villa Lugano. En los años siguientes conoció a Magalí, su gran amor. Vivieron un amor puro, incondicional. Ese amor que es verdadero y que nace desde adentro y que no dependía de ningún factor ajeno. Eran ellos. O como le dijo alguna vez Magalí “somos nosotros”.

Año 2002. Las cosas en la construcción no andaban bien y Reynaldo tenía que trabajar muy duro por poca plata. A veces no tenía trabajo.

Ciudad Oculta está dividida en dos partes, la villa y el barrio. El límite entre la villa y el barrio es un pasillo. Para los del barrio los de la villa son los villeros y Reynaldo era un villero. Se hizo amigo de otros villeros. Algunos de sus amigos fueron muriendo en enfrentamientos, o por los tiros de la policía. Algunos por la droga. Reynaldo empezó a punguear, a convivir con la muerte y a procesarla con naturalidad.

Lo agarraron en un robo y pasó poco más de dos años en una cárcel federal cuando pudo salir en libertad condicional. Mientras estuvo preso, Magalí lo iba a visitar cada vez que podía. Ella fue su único amor, y en ese momento su único sostén.

Quien no tuvo un amor que lo sacara del infierno,
no conoce el amor.

Año 2006. Cuando salió de la cárcel ella lo estaba esperando, y fueron los días más felices para la pareja. Creció la ilusión, hablaron de hijos, disfrutaban del barrio. Un barrio como Ciudad Oculta esta lleno de vecinos, y a veces la calle se parece más a un patio. Ahí estaban ellos dos, viviendo ese amor puro, incondicional. La alegría les duró sólo un tiempo.

Los de la brigada de la 48 lo engarronaron y Reynaldo volvió a la cárcel por un hecho que no había cometido. Pasó casi dos años detenido, otra vez.

Finalmente, la justicia decidió “absolver” al amigo Reynaldo por un hecho que no cometió.

Como si no hubiera diferencia entre el delito y el pecado, la forma de decir que alguien es inocente de un hecho que se lo acusa es absolverlo, o sea, expiarlo, perdonarlo.

Se perdona a quien no hizo nada, se perdona a quien es inocente pero que seguro antes no lo fue.

Para la justicia, a los tipos como Reynaldo no los define lo que son, sino lo que hicieron alguna vez. A la Justicia ni siquiera le importa mucho como uno se autopercibe. A Flor Ramirez, una traba de constitución, le piden el DNI y el nombre masculino. No puede ser Flor Ramirez. A tipos como Reynaldo no lo define ni el amor a Magalí, ni que sea albañil, santiagueño, hincha de Boca y fanático de Amar Azul. Lo define que una vez robó.

Después de esa “absolución”, salió de la cárcel y no consiguió laburo por sus antecedentes.

Para la sociedad, que tiene los mismos
prejuicios que la justicia, te define lo que alguna vez hiciste y no lo que sos en realidad.

Mientras tanto los pibes estaban haciendo unos trabajitos piolas. Y así, de a poco, volvió a robar, “nunca de caño” se decía. Hasta que lo agarraron.

Año 2014. Volvió a la cárcel, pero esta vez, de a poco Magalí dejó de visitarlo y Reynaldo la pasó mal. La soledad y la cárcel pueden hacer estragos.
A algunos problemas de alcohol que venía teniendo se sumaron los de la droga. La violencia cotidiana en una cárcel lo endureció para sobrevivir. Se acostumbró a dormir con un ojo abierto.

Le restaba tiempo de condena y decidió que cuando saliera de la cárcel iba a pelear por su amada. Se iba a rescatar.

Año 2017. Volvió a la calle y lo primero que fue iniciar un tratamiento —ambulatorio— contra las adicciones en el Hospital Muñiz. Lo segundo fue irla a buscar, pero ya era tarde. Ella no quería.

Reynaldo buscó trabajo y otra vez le costó mucho por sus antecedentes. A fin de año pegó una obra en Don Torcuato y empezó a trabajar.

Volvió a intentar acercarse a Magalí y se encontró con una persona distinta. No se sabe bien cuando empieza el amor, pero sí cuando se termina.

Desesperó. Pensó que estaba con otro, con un buitre, esas ratas que se aprovechan de los malos momentos.  Estuvo días enteros tomando cerveza y yendo a trabajar borracho. El tipo se la bancaba mucho. “Estoy acostumbrado a laburar así” dijo casi en forma inentendible en la audiencia que tuvo ante el juez Mario Albarracín.

El 14 de febrero de 2018 salió de su trabajo y en un copetín de la estación de don Torcuato se tomó un par de birras. Se hicieron las diez de la noche y agarró uno de los últimos trenes a Retiro. Bajó y se clavó otra birra. Casi se pelea con un peruano que caminaba por ahí y que se puso a mear en el andén. Está demostrado o lo dijo algún sabio, que en un noventa por ciento de peleas entre borrachos se desconoce la causa que la originó.

Se fue de Retiro y empezó a caminar, sin rumbo, como todos los borrachos que tienen el corazón roto. Se tomó otra cerveza y se subió al 12 que lo dejó en Congreso. Siguió caminando sin rumbo fijo. Y ya eran las doce y media de la noche del día 15, aunque él no lo sabía. Pasó por un puesto de flores y pensó en Magalí. Se acordó que era el día de los enamorados y que a ella le gustaban mucho las flores. Tenía plata para pagar unas pero la florería estaba cerrada.

La vida a veces es absurda, pero un borracho no va a permitir nunca que algo se interponga entre su fantasía de victoria épica y la derrota más dura.

Forzó el puesto, levantó una parte, se acostó con medio cuerpo adentro y manoteó unos cuantos ramos de flores. Se cortó con las espinas, se tajeó el brazo, pero no importaba. De paso, manoteó unos cuchillos y un par de alicates que había por ahí. “Estas están re piolas” se dijo con unos lirios en la mano, aunque no sabía mucho de flores.

Se empezó a acomodar para salir del puesto como podía y un vecino que caminaba por ahí empezó a gritarle. Reynaldo se pudo acomodar y salió apurado, con unos lirios en la mano y los cuchillos. El vecino lo siguió y Reynaldo medio tambaleando lo puteaba.

Sirenas, gritos, detención.

Al albañil santiagueño le secuestraron las flores, dos alicates y un cuchillo, pero sobre todo la posibilidad de ir a poner todo lo que tenía por lo que sentía. Si le importaba su libertad era solo para llevarle esos putos lirios a Magalí. Se puso nervioso pero no podía ni hablar.

Al rato se quedó dormido en una celda de la comisaría.

Al otro día fue a la alcaidía del palacio de tribunales. Durante el día le informaron que iba a tener  una audiencia al día siguiente, o sea el 16, por la mañana. Estaba desesperado pero todavía con el efecto del alcohol.

Alrededor del mediodía un guardia gritó su apellido. El tipo se preparó, lo esposaron y caminaron hasta el ascensor que traslada a los detenidos. Llegó al Juzgado y lo atendió el Secretario que le dijo que en cualquier momento iba a llegar el defensor oficial, quien ya había dialogado con la fiscalía y el juez para hacer un juicio abreviado.

El juicio abreviado es una forma de cerrar el caso a través de la confesión del imputado acerca de la existencia del hecho y de su responsabilidad penal. A partir de esta confesión, las partes pueden acordar una pena para evitar llevar a cabo un debate, y los jueces no pueden poner una pena mayor a la solicitada. Por lo general, el juicio abreviado funciona en forma coactiva ya que si la condena no se “acuerda” de este modo, al momento de realizarse el debate, la fiscalía suele pedir mayor pena. O sea, más tiempo de privación de la libertad de una persona. Por esta razón, los defensores y los imputados cuando ven mermadas sus posibilidades de éxito en un eventual debate, suelen “negociar” y “acordar” la pena en el marco de un juicio abreviado, que no es un juicio.

Los abogados habían acordado una condena a ocho meses de prisión de cumplimiento efectivo por la tentativa de robo de unas flores en San Valentín.  Ocho meses, sí. Ya dijimos que lo que te define para la justicia no es lo que sos, si no lo que alguna vez hiciste.

Para la justicia, Reynaldo era un reincidente, no un enamorado.

Ocho meses. Matemática pura. Al juez, off the record, le pareció poco.

Sobre estas cuestiones Reynaldo tuvo la reunión con su defensor. Lo escuchó y se enojó. Le dijo que era inocente, le manifestó que tenía problemas con Magalí, que no quería robarse nada y después le brindó una versión absolutamente inverosímil.

El defensor no sabía qué hacer. Sabía que lo mejor para su cliente era “abreviar” porque si no la condena iba a ser peor. Las partes habían resuelto el caso sin saber que decía uno de los protagonistas, pero con esta novedad al defensor no le quedó otra que volver a hablar con los fiscales y entre todos ellos intentaron buscarle una salida a esta cuestión. Detrás de todo esto, al fin y al cabo, había una historia de amor.

Finalmente, cuando estaba por empezar la audiencia, la Secretaria se acercó para informar que había llegado Norma Alendro, la víctima, la dueña del puesto de flores.

Norma tiene 53 años, es viuda y tiene dos hijos mayores de edad que ya no viven con ella. Tiene desde hace casi 20 años un kiosco de flores. Se lo puso con la plata de una indemnización laboral. No es la primera vez que le roban o intentan hacerlo. Por eso mismo al puesto le puso unas rejas y chapas que traba con un candado. Los ingresos a duras penas le alcanzan para vivir, los aumentos de tarifas de agua, luz y transporte alteraron su economía. Se venden menos flores, y esos días como el 14 de febrero, son los fundamentales.

Este San Valentín no había sido un buen día, las ventas no fueron lo que esperaba. O había menos enamorados o había menos plata. La cuestión es que no pudo darse el lujo de cerrar temprano. A última hora siempre puede pasar alguien que, enamorado o no, a la vuelta de su trabajo quiera comprar una flor para llevar a su pareja.

El 15 de febrero comenzó distinto, bien temprano. A las 2 am recibió el llamado de José, portero de la casa que está enfrente al local que le cuenta que —otra vez— le robaron el local. Puteó al aire, se preguntó por qué y pensó por enésima vez en cerrar para siempre el local que le traía más disgustos que otra cosa.

El 16 de febrero fue peor que el 15 para Norma. Llegó la factura del agua, otra vez con aumento, “imposible usarla menos pensó, esto es una florería”, a eso se le agregaron los presupuestos que el día anterior había encargado a los dos herreros de la zona. El arreglo del local costaría 2.000 pesos, con mano de obra y materiales incluidos. “Tres días de trabajo para eso” pensó otra vez. Como si fuera poco llegó un policía con una notificación del juzgado, debía estar en Tribunales a las 11 am, allí se haría la audiencia pública de flagrancia donde se trataría el caso.

Dudó mucho en ir o no, “otra día de trabajo perdido” fue lo primero que se le vino a la cabeza. más tarde se convenció de que había cierto deber cívico en estar presente, también quería verle la cara al ladrón. Finalmente recordó las películas que suelen transcurrir en grandes salas de audiencia de tribunales, con testigos, defensores, fiscales y jueces dilucidando qué pasó, quiso conocer cómo sería estar en una.  

Hicieron pasar a Norma y la audiencia por flagrancia comenzó con un problema “técnico”. La cámara que debía filmar se encontraba encintada al mástil de la bandera que engalana el despacho del juez, pero hacía calor y había mucha humedad, entonces el pegamento empezó a ceder y la cámara no podía sostenerse.

El juez, la secretaria y personal de la fiscalía trataron de resolver el inconveniente que impedía enfocar con precisión a todas las partes. Solucionado el problema técnico, el plano de la filmación era casi completo, con una excepción: Norma.

La víctima del delito le dijo que le gustaría participar en la audiencia, pero el  juez le explicó que podía estar presente pero lejos.

“Señora, Usted debe sentarse detrás de las partes” y de ese modo, Norma se sentó unos metros más atrás de todos y la cámara (con poca capacidad para ampliar el ángulo) no llegaba a tomarla.

Mientras tanto Norma pensaba “yo lo único que quiero es que me paguen el arreglo”. Al mismo tiempo Reynaldo pensaba “cuando va a terminar esta mierda así puedo ir a ver a Magalí”. 

En la facultad de derecho se enseña que el derecho penal le expropió el conflicto a la víctima. No debe haber imagen más didáctica que la de Norma en esa audiencia sin ser filmada.

Resuelto el problema técnico, el juez le preguntó al acusado por sus datos personales. A Reynaldo no se le entiende casi nada y el defensor tiene que tratar de traducir lo que dice. El juez le dió la palabra al fiscal que describió el hecho. Luego, el juez le preguntó a Reynaldo si quería declarar y dijo que sí, echando por tierra todos los esfuerzos de los operadores jurídicos de dar cierre a este conflicto con la firma de un juicio abreviado.

La versión de Reynaldo no tenía sentido. Casi que habían venido marcianitos a tirarle piedras y que el tipo se escondió en el puestito de flores para no ser llevado a Marte.

El juez miraba sin comprender. Le dió la palabra al defensor que pidió la realización de un informe para determinar la imputabilidad de Reynaldo. El fiscal asintió y el juez entonces resolvió que, antes de decidir sobre el hecho, debían trasladar a Reynaldo al Cuerpo Médico Forense para que se determinara si el acusado pudo comprender la “criminalidad del acto”.

“La verdad que intentar robar unas flores el día de san Valentín, no puede ser delito”, pensó el fiscal, pero esa causal específica no estaba regulada en el Código Penal.
En el mundo surrealista del derecho, lo que la ley no dice no existe, así que había que ir por la imputabilidad o no del amigo Reynaldo.

El juez aceptó el pedido de la defensa.

Reynaldo escuchaba, estaba nervioso y apurado. Quería irse ese día. Nunca entendió que se estaba jugando un tiempo considerable  de su libertad en esa audiencia y que podía quedar preso, de mínima unos cuantos meses. En un momento el defensor le explicó lo que había resuelto el juez y que debía hacerse un examen médico. Reynaldo se enojó y le respondió “Bueno pero que sea hoy”. El defensor no supo que contestarle.

¿La víctima tiene algo para decir? “Sí señor juez. Vine a ver quién me había robado, quién me rompió la reja y el candado. No sé cómo voy a hacer para pagar los gastos, estoy ganando lo justo y el herrero me quiere cobrar una fortuna por el arreglo. La flores no me importan, son perecederas, se iban a tirar, pero lo otro sí. Varias veces me han robado y con lo que gano no puedo seguir”.     

El juez la interrumpió para pedirle que lo que quiera decir lo aporte en la declaración testimonial que debería realizar luego de terminada la audiencia de flagrancia. Norma no entendió y puso cara de “¿Entonces para que me decís si tengo algo para decir?”, pero dijo “Bueno”.

Los abogados  firmaron el acta con sus garabatos profesionales, el acusado con un seco “Reynaldo”.

La damnificada se retiró ofuscada, iba a tener que esperar para la audiencia testimonial, iba a perder un día de trabajo y encima no apareció en la filmación.      

El defensor trató de explicarle a su asistido que después del informe médico, si salía bien, el juez ordenaría el “sobreseimiento” por considerar que no pudo comprender la criminalidad de sus actos ni dirigir sus acciones en el intento de robo de flores para Magalí. Y que de ser así se ordenaría también su libertad.

Al “depósito”, dispuso el Secretario del Juzgado. Lo esposaron y lo bajaron.

Llegó a su celda, cerró sus ojos y se durmió. Unos días después se fue a hacer el examen médico que no fue muy exhaustivo. Cuando terminaron le preguntó a los médicos para cuando iba a estar todo listo y le dijeron que tenían que mandarle esos papeles al juez con los resultados que tenían que analizar.

Volvió a su celda en tribunales, y esperando se durmió. Al otro día lo mismo. Reynaldo preguntaba por los resultados pero nadie sabía decirle nada y así unos cuantos días más. La décima noche pensó en lo que iba a hacer ni bien llegara ese informe médico de mierda.

Sin tomar por unos cuantos días y con la cabeza bastante limpia se dijo a sí mismo que iba a ir a decirle a Magalí que no podía vivir sin ella. Pensando en qué y cómo decirlo, se durmió. A diferencia de las otras veces, esta vez se durmió muy profundamente...

Estuvo diez días detenido y lo primero que hizo fue ir a buscar a Magalí a su vieja casa en Ciudad Oculta, a su barrio. Se lavó la cara y se peinó en un baño de Retiro. Se lavó las axilas mientras los tipos entraban a orinar.

Sin una gota de alcohol fue a pedir perdón por todos los años en que estuvo preso. Fue a rogar, a arrodillarse si fuera necesario, pero Magalí no estaba en su casa.

Fue al kiosco de Vicente y se compró una cerveza, y otra. Y otra.

Volvió a la casa a las dos horas pero ella no estaba.

Volvió al kiosco y le pidió al dueño que le fíe. Vicente le dijo que sí, con bastante cara de orto. Pidió fiar otra y ahí le dijeron que no. Con esa derrota se fue.

Los hombres son mucho más indignos que las mujeres cuando son dejados. Y siempre, pero siempre se pierde por goleada 4, 5, 6 o 7 a 1. No a 0, a 1, el gol de la dignidad que por lo general pasa desapercibido para todos.

Con los ojos y las ideas nubladas Reynaldo empezó a pensar qué había pasado, cual fue el hilo conductor que lo llevo hasta ahí y que lo llevó a aquella audiencia en tribunales y se acordó de la canción de Amar Azul:

“Voy caminando,
con mi botella,
y la cerveza
me está pegando no sé dónde voy.
Siempre me cuelgo,
en cada esquina,
siempre pienso en ella,
la que me pone de la cabeza”.

La empezó a cantar mientras caminaba por los pasillos de su barrio, Ciudad Oculta, donde dejó atascado parte de su corazón cuando llegó de Santiago del Estero y que vio nacer el amor por Magalí y también los sueños, las ilusiones y el deseo. Y siguió cantando ahora el estribillo:

“Yo tomo vino y cerveza,
para olvidarme de ella,
 Tomo y me pongo loco,
loco de la cabeza”.

Alguna vez escribió un poeta villero, “el amor llega cuando menos te lo esperás, como allanamiento de la gorra”. Y además que para el duelo amoroso el pobre no tiene para pagar un psicólogo ni hacer actividades recreativas.

Reynaldo pagó su duelo con vino y cerveza, como dios manda. Y detenido por querer robar flores, aunque ella nunca se entere y la justicia tampoco.

Cuando abrió los ojos le había llegado la notificación. El juez le había dictado el procesamiento con prisión preventiva, porque el informe médico decía que Reynaldo podía “a pesar de sus limitaciones intelectuales, comprender la criminalidad de sus actos y dirigir sus acciones”. Debía ser alojado en un pabellón de la cárcel de Ezeiza. El camión con los detenidos se iba esa misma tarde.







1 comentario:

leo dijo...

Genial, este trasfondo de la vida de los que son acreedores de las penas en nuestro proceso penal no lo percibe nadie mas que los penalistas que minimamente nos fijamos en las personas y no en los números.